La culpa no es de Winston

Desde que Chávez convirtió a la política en el ejercicio del poder asumido como histrionismo televisado, como show continuado de egolatría con un guion a una sola mano, y aplausos complacientes entre colaboradores, aun ante cualquier desastre o desaguisado, todo cambió

 

¿Qué puede asombrarnos cuando ya nada nos asombra? La política venezolana gravitó durante 14 años en torno a un apellido, alrededor de un caudillo hecho planeta, en una constelación que no admitió ningún otro astro emergente con posibilidad de equipararlo, mucho menos reemplazarlo. Ante la división y polarización como legados de un Chávez hoy ausente, asistimos a la cosecha autocrática de su acción, y a un vaciamiento de la política y del Estado como su destino primigenio, para intentar reemplazarlo por un personalismo diseñado a su medida, y por mucho circo, ya con poco pan.

Lo que ha quedado en pie, hoy, es un Estado paralizado por la crisis financiera, un mar de corrupción que está inundando la base de credibilidad y legitimidad del gobierno, y una lucha, o acuerdos, o negociaciones, o disputas silenciosas y silenciadas, entre los grupos de poder e influencia del chavismo. Mientras, la oposición nucleada en la MUD, afina confiada su cálculo electoral sin ponderar suficientemente el grado de frustración/resignación de la gente ante lo sucedido en la pasada elección de Abril.

Como la economía o la cultura, la política no escapa al deterioro de la nación, al impune agrietamiento de la República que intenta contenerse con ilusorias migajas cambiarias subastadas casi en secreto, o con la compra de conciencias y exterminio moral, económico y judicial de quienes se nieguen a ponerle precio a aquella, o ejercen la disidencia.

Así, las elecciones en el contexto de un sistema democrático, constituyen el natural mecanismo de ejercicio de la expresión popular, pero en Venezuela, han devenido en ejercicio de resistencia, y oportunidad para medir tanto la opinión colectiva como el grado de parcialidad y sometimiento de las instituciones del Estado, a un partido, a una élite.

En algún momento se creyó y estimaba conveniente que en la actividad política, estuviesen y fuesen postulados los mejores hombres, los más probos, inteligentes, eficientes y capaces, con sensibilidad social, talento gerencial y sentido crítico.

Pero desde que Chávez convirtió a la política en el ejercicio del poder asumido como histrionismo televisado, como show continuado de egolatría con un guion a una sola mano, y aplausos complacientes entre colaboradores, aun ante cualquier desastre o desaguisado, todo cambió. Los recientes anuncios candidaturales del PSUV para las alcaldías, ya concretados con la inscripción formal ante el CNE, son así un crudo pero certero reflejo del momento que vive el país.

Pensar que la “fama”, la “popularidad” de un animador televisivo, de un moderador radicalizado de programas matutinos, de un ex pelotetero-reguetonero, absolutos y solemnes paracaidistas e ignorantes no ya del funcionamiento de una alcaldía, sino de los problemas de una comunidad, de la dinámica de la calle, del barrio, y sin más requisitos que una lealtad comprobada en el desempeño y delirio ideológico de este nuevo culto del populismo metafísico latinoamericano, son suficientes para aspirar y ejercer dichos cargos, denotan un pragmatismo lamentable, y una pérdida del sentido ético en la gerencia de lo público.

En los predios opositores, la ambición, el deseo de protagonismo también pululan y ponen a prueba el esfuerzo unitario alcanzado con sacrifico y no poco trabajo, a decir de opciones que han decidido ir por su cuenta y fuera de la alianza opositora.

En su legítimo derecho a postularse a cualquier alcaldía están, nadie lo duda. Nada más democrático que el sentido del ridículo, conjugado con el del oportunismo. No os burleís por ello del Potro Álvarez, o de Maglio, o de Pérez Pirela o de la protuberante Rosita, que aunque parezca insólito, se insertarían en una estrategia del tipo “control de daños” en la cual todo voto es ganancia en espacios que lucirían como ya ganados “de calle” por la oposición (eso, si la abstención no hace de las suyas sorpresivamente).

Por ello, la culpa no es de Winston. La culpa es de quienes han degradado el sentido de la política al escogerlo, como a tantos, y de lado y lado, al definir la política como un asunto de rating y no de principios o competencias, obviando además el trabajo y la labor de los militantes de base o de líderes locales no solo con mejores cualidades o capacidades, y con más lógica y natural inclinación o aceptación a ser postulados para dichas instancias de administración municipal. Pero como dice el cadencioso tema de los Amigos Invisibles “Esto es lo que hay”.

Alexei Guerra Sotillo

Salir de la versión móvil