Política de la ridicule

Los venezolanos, a todas luces, no padecemos de vergüenza ni sufrimos de pena ajena, pero la creación del Viceministerio de la Suprema Felicidad pareciera haber sido la gota que colmó el vaso

Axel Capriles M

Poco se ha dicho del íntimo vínculo entre la ridiculez y el poder. Como si destapar el tema nos avergonzara de nuestra silente complicidad. A cuenta de que el Comandante Eterno le hablaba al pueblo y era, según la opinión de muchos, un gran orador, tenemos más de 15 años soportando un discurso público grandilocuente, rimbombante y cursi que imagino transcrito de algún panegírico penoso del siglo XIX, copiado de aquellos panfletos llenos de lugares comunes leídos por párvulos sumisos en actos oficiales de alabanza al alcalde de turno en los caseríos polvorientos de la Venezuela remota en tiempos de la Autocracia Guzmancista.

Los humoristas y el Twitter han sido invalorables medios de catarsis para procesar el estrafalario anacronismo, para descargar la sensación de asfixia que produce sentirse atrapado por una jerga ampulosa que nos ha convertido en el hazmerreír del mundo.

Los venezolanos, a todas luces, no padecemos de vergüenza ni sufrimos de pena ajena, pero la creación del Viceministerio de la Suprema Felicidad pareciera haber sido la gota que colmó el vaso. Nadie se opone a las funciones que pretende cumplir el nuevo despacho.

Por el contrario, todos celebramos que el Gobierno prometa poner orden en algunas de las decenas de misiones creadas apresuradamente como parches superficiales con fines proselitistas. Más aún, muchos pensamos que ese esfuerzo es insuficiente y que el país necesita una política social de largo aliento con un ministerio de desarrollo humano como eje central de coordinación de todas las políticas públicas.

El problema no es, entonces, la función sino la inflación narcisista y el nominalismo pretencioso. Y es que todo el discurso revolucionario se construye dentro de un delirio de grandiosidad que exalta los más banales actos, y hasta el fracaso, como si fueran logros extraordinarios.

En palabras de López-Pedraza, estos hechos «nos hablan de la infinita capacidad del hombre para los juegos estúpidos cuando se encuentra poseído por el poder».

 

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