Los bufones

 

No es imaginable una corte sin bufones. ¿Cómo, si no, pintar esos rostros acromegálicos, esos héroes panzudos, esas batallas carniceras de lanzas, caballerías, sangreros y vísceras despaturradas para gloria eterna de unos pálidos y desangelados hemofílicos?

 

Antonio Sánchez García

 

¿Sabía Wilhelm Furtwängler que mientras dirigía en Bayreuth El anillo de los Nibelungos para el orgásmico placer del Fūhrer, que lo adoraba, sus esbirros cremaban a seis millones de judíos?¿Lo sabía el ambicioso Herbert von Karajan, lo sabía Cósima, la mujer de Wagner, promotora musical de la grandeza alemana nacional socialista?

 

Cierto: no existe corte sin bufones. La princesa está triste, ¿qué tendrá la princesa? – se preguntaba Rubén Darío, el nicaragūense universal. La solución a la tristeza del poder la tuvieron todos los reyes, sátrapas, emires, caciques y tiranos: un bufón. Enanos, como en la corte de Felipe IV, que pintó Diego de Velázquez alegrándoles la vida a las meninas; albinos y jorobados, como los que pululaban por los tenebrosos pasillos de los palacios ingleses entre asesinos y conspiradores, retratados por Shakespeare; brujos, adivinos y poetas, como los que intentaron quitarle inútilmente la pesadumbre a Moctezuma, cuando sus mercaderes le reportaron la existencia de unas casas flotantes habitadas por unos cuadrúpedos rubicundos y barbudos cuyos brazos escupían fuego; directores de orquesta, como el maestro Herbert Von Karajan, que azuzaba las ansias asesinas de Hitler, enfebrecido adorador de Wagner y su saga de mitos germánicos y delirios expansionistas.

 

No es imaginable una corte sin bufones. ¿Cómo, si no, pintar esos rostros acromegálicos, esos héroes panzudos, esas batallas carniceras de lanzas, caballerías, sangreros y vísceras despaturradas para gloria eterna de unos pálidos y desangelados hemofílicos? ¿Cómo, si no, lograr que el príncipe o el condestable reconciliaran el sueño al son de unas deslumbrantes variaciones para clavecín, escritas por el genio del coro, interpretado por el pequeño bufón sentado al clavicordio hasta escuchar los primeros ronquidos del plenipotenciario?

 

Hay bufones pigmeos y deformes, flacos y en los huesos, parcos o bulliciosos, melancólicos o desenfadados, atrevidos o irrespetuosos, pero siempre consentidos del rey y su reina. Sin la sal y la pimienta de pierrots, jokers, colombinas y enanos cojitrancos no hubiera existido la Capilla Sixtina, el Museo del Prado, la Ilíada y la Odisea, la Divina Comedia, el Louvre y el Hermitage, las variaciones Goldberg, El Mesías y las Cuatro Estaciones.

 

Es el lado positivo. Detrás del cual han florecido los mataderos, las invasiones, los pogromos, los exterminios, el Holocausto. ¿Sabía Wilhelm Furtwängler que mientras dirigía en Bayreuth El anillo de los Nibelungos para el orgásmico placer del Fūhrer, que lo adoraba, sus esbirros cremaban a seis millones de judíos?¿Lo sabía el ambicioso Herbert von Karajan, lo sabía Cósima, la mujer de Wagner, promotora musical de la grandeza alemana nacional socialista?

 

Si lo sabían, les parecía inmensamente más importante la gloria del arte sinfónico, que popularizaban de la mano dadivosa del caporal austríaco, que el infinito y cósmico sufrimiento de todo un pueblo. Detrás de todo bufón está la inescrupulosidad del ambicioso, la maldad del indiferente, las ansias de poder del pervertido, la egolatría más desmesurada y atropelladora. Suelen ser tan siniestros y devastadores como el tirano al que sirven. Así disfracen sus miserias con la ferretería de sus condecoraciones, sus reconocimientos internacionales y sus cuentas bancarias.

 

Auschwitz puede esperar.

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