Dos ejemplo de vida grabados en la historia de Guaicaipuro

Padre
Padre Luís Igartua, nació en Zumárraga, en la región vasca. Murió el pasado 5 de julio en la capital mirandina.

Quienes lo conocieron coinciden al señalar que fue el cura de los pobres. “Muy pocas veces encontramos en el camino de nuestra vida algunos hombres o mujeres que vivan a partir de un ideal o una fe que lo establece todo”, reseña César Gedler, al referirse al Padre Tinoco, cuya huella sigue intacta a dos décadas de su muerte.

Fue uno de esos pocos sujetos singulares que marcan nuestra vida por su vehemencia y fervor interior en sus creencias y acciones. “Lo conocí, al igual que mis hermanos, antes de yo cumplir los diez años, cuando nos preparaba para el catecismo de perseverancia. Era una figura de autoridad”, recuerda el escritor. Su intensa dedicación al oficio religioso, su fe inconmovible y su entrega incondicional a los “condenados de la tierra”.

– Hoy pienso que aquél sacerdote amigo era un hombre consciente del significado que le había impuesto su encuentro con Dios. Como en Dostoievsky, también él pensaba que: “Somos responsable de todo, ante todos”  Un hombre de alma sencilla, que padecía la inquietud del misterio y de cuanto sobrepasa nuestra capacidad de comprensión. Con su agotamiento por costumbre, soportaba estoicamente sus dolencias de una forma madura, sin descuidar su compromiso espiritual, sin otra condición que el cumplimiento de la ley moral y sin otra recompensa que la construcción de la “Obra Celestial”.

Gedler, quien dedica un capitulo al Padre Tinoco en su próximo libre “Tren sin Retorno”, recuerda que por un tiempo no supo nada de él. “Eso fue cuando salí de Los teques por unos años, pero al regresar, lo encontré en la misma disposición; sin que le importara el que fueran más dolorosos sus quebrantos, porque el impulso de vivir estaba sembrado en su interior, y se confundía con el impulso de servir a los que mantenían gracias a él, su esperanza de redención”.

– Eran horas interminables de apasionadas conversaciones sobre el sentido existencial del hombre en la tierra. Yo pasaba en ese tiempo por una desintegración depresiva que me aproximaba al absurdo y me impedía aceptar cualquiera apuesta por la trascendencia, y él aceptó el reto de convencerme del significado del sufrimiento en la constitución del espíritu. Fue por eso que en su inagotable solidaridad me dedicó muchos de sus textos de cabecera, esperanzado en que yo también encontrara la misma iluminación que aquel autor le había concedido en su momento contra el abatimiento de la fe en la vida.

El exorcismo
Gedler recuerda que una oportunidad Tinoco le contó una experiencia trascendental que tuvo con un muchacho en estado de posesión diabólica y al que exorcizó apelando a toda su fe y su fuerza moral. “El muchacho caminaba como una araña pegado a la pared y calcinaba toda la ropa que le ponían. Su expresión y su voz estentórea paralizaban al que lo veía, como pasó con unos curas que quisieron sacarle aquella presencia del alma, pero que no tenían capacidad para el ritual,  por las deudas morales acumuladas que la voz infernal se encargaba de recordarles”.

– Entonces llamaron al Padre Tinoco y comenzó la lucha. Un día y otro día imprecando al espíritu posesor. Horas de plegaria pidiendo la gracia para imponerse al propio miedo. Solo en aquel cuarto repitiendo las fórmulas en latín y hebreo, hasta que el adversario se debilitó y abandonó aquel cuerpo.

Después de muchos años de trato -agrega Gedler-, me enteré por aquel relato verídico que hablaba francés, inglés y el idioma litúrgico, aparte del griego, y que había estudiado parasicología con el Padre González Quevedo. También escribía poesía y leía tanta literatura como podía; escuchaba a los clásicos de la música universal de la misma manera que disfrutaba del mar  y los espacios abiertos, y que de haber escogido otra vida, hubiera sido un humanista con el mismo rigor y disciplina que el sacerdocio.

– Una sola vez lo vi derrotado hasta la agonía. Fue cuando por accidente se ahogó un compañero del catecismo. Era el paseo con que el Padre premiaba nuestro esfuerzo por aprender las lecciones impuestas. Ocurrió después del almuerzo. Siempre nos recomendaba que descansáramos por lo menos media hora para hacer la digestión antes de meternos de nuevo al agua, pero no todos almorzábamos al mismo tiempo y por eso la piscina nunca estaba vacía. Alguien se dio cuenta y avisó que estaba un cuerpo en el fondo, pero ya no había nada que hacer. En adelante lo que sobrevino fue el dolor.

En sus últimos días -1988-, su ánimo envejecido vivía contaminado en cierto modo con la tristeza del mundo, y este accidente le pedía en cada momento un espíritu cercano para compartir la nostalgia y mitigar el exilio terrenal en el que vive un alma que ya no podía ni siquiera entregarse al cultivo intelectual, que fue siempre su segunda pasión. En esos momentos, en medio de sus accesos de ansiedad desatada, sin poder controlar la alteración desesperante de su sistema nervioso, anhelaba en silencio el descanso, la mejoría milagrosa que reconcilia, y que algunas veces llega, cuando se aproxima el final.
            
Una vida consumada
El pasado 5 junio murió el Padre Luís Igartua, a quien los tequeños recordaran por su inmensa dedicación a los necesitados. “Fue un hombre que no buscó el prestigio ni el poder exterior, porque tenía un propósito superior al que consagró su existencia con solicitud y reverencia”, agrega Gedler.  Murió a los setenta y dos años, de los cuales más de cuarenta fueron de prestación religiosa y social en la capilla del Carmen, la misma que convirtió más adelante en farmacia, ropero, biblioteca, imprenta, consultorio médico y asesoría jurídica en sus anexos, para atender a los que tocaran a su puerta, como dice el evangelio.

– La suya no fue una muerte fácil. Por temperamento y disposición fue siempre un combatiente, un adversario de la adversidad, un ser acostumbrado a luchar y a llegar hasta el final de la resistencia en todo, (…) Murió de la misma forma en que vivió, y eso es mucho decir, cuando pensamos que también se definía por su desprendimiento y por su entrega proverbial, en un mundo que vive cada vez más apartado de los otros y de sí mismo.

Había nacido en Zumárraga, en la región vasca, cuando se declaró la Guerra Civil española, que dejó un millón de muertos. De su primera infancia recordaba con temblor las sirenas antiaéreas y la escasez de alimento. Era el menor de once hermanos que sobrevivieron milagrosamente a las bombas y a las balas. Con el tiempo, al consagrarse como sacerdote, pidió con otros compañeros de sus estudios teologales, que lo enviaran al África, pero en el Vaticano consideraron de mayor necesidad sus servicios en Venezuela.

– Hasta cierta edad, antes que lo afectara la diabetes de forma invalidante, se mostró sobre activo, amable y confiado, con una sonrisa grata de paz interna y un lenguaje que sólo conocía la sencillez  en su trato con el mundo. Después se le veía cada vez más silencioso y concentrado, soportando con estoicismo melancólico un quebranto de salud que lo fue dejando enceguecido y debilitado físicamente hasta la extenuación, con el resultado de sufrir desmayos en plena ceremonia religiosa,  pero sin que esta circunstancia pudiera doblegarlo en su voluntad de oficiar la liturgia de cada día.

Igartua construyó la carpintería para enseñar una labor a los habitantes del campo de Guaremal; un ancianato para tantos los que envejecen sin ningún apoyo; levantó la Iglesia del Carmen, con La Casa de los Curas y los consultorios médicos para contar con un soporte que permita la jubilación de los sacerdotes ancianos.

– Pero más allá del número de obras, que para nada es un lugar común, debemos considerar su fe en el hombre y la vida, si queremos comprender la dimensión y el significado de su naturaleza prometéica. Afortunadamente la mayor manifestación de su valor y reconocimiento se lo dio el pueblo haciendo largas colas para darle su despedida final en su velatorio, y el acompañamiento masivo de su entierro. Eso significa que ya está sembrado en el corazón de aquellos que tienen suficientes razones para quererlo.

Daniel Murolo – dmurolo@diariolaregion.net / @dmurolo

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