El día en el que los tequeños desataron su furia contra las casas gomeras

Teola
Al grito: saqueo ¡Mueran los gomeros! ¡Quememos sus casas! ¡viva la libertad! se inició el caos. Por la tarde solamente quedaban los escombros y ruinas, de un mundo que había sido y ya no era, y un silencio mortal en los que habían caído.

“Todo empezó a gestarse desde los primeros días de diciembre. Los rumores entraban y salían de las casas con la precaución del perseguido. En poca gente se podía confiar. Todo estaba revuelto y los espías se pasaban de un bando a otro sin saber a qué atenerse”, recuerda el escritor y profesor del la UPEl, César Gedler, cuando habla de los días que precedieron “el saqueo” de las casas gomeras.

Poca gente tenía teléfono. El telégrafo no era confiable. En las mañanas los hombres salían a buscar información en los periódicos, en el mercado, en las plazas, a través de amigos con radios clandestinas, en los brujos y hasta en el semblante de los militares que caminaban por las aceras rumbo al cuartel.

A mediados de mes ya no se soportaba la tensión. “Ya se hablaba con mayor descaro: ¿murió el hombre? Se sabe que sí, pero no lo quieren decir. Tengo un primo sargento en Caracas y no lo dejaron salir esta semana. La cosa está fea. Hace días que no se sabe nada del Indio Tarazona y eso da qué pensar. La mayoría de las casas gomeras están vacías. Se llevaron a las mujeres y a los niños”, relata Gedler.

¡El Bagre está muerto!
El martes 18 soltaron la noticia desde temprano por la prensa y por la radio: “El Benemérito General Juan Vicente Gómez, Benefactor de la Patria, falleció anoche un poco antes de las 12. El país esta de duelo”. Como una ola de maremoto comenzó a crecer la noticia. Primero con duda y desconfianza, después con miedo y alegría confundidos; por último con euforia espasmódica cuando la gente empezó a coger la calle y a gritar con todas sus fuerzas: ¡ha muerto el Tirano! ¡El Bagre está muerto! ¡Terminó la dictadura!.

Gedler, autor de los libros “El Coplero de Guareguare” y “Rito de palabras”, recuerda como los presos empezaron a salir de los calabozos con los ojos y la piel enferma y el cabello blanco por la falta de sol. “Unos arrastraban la pierna derecha como si todavía llevaran los grilletes con las bolas atadas. Otros sonreían mostrando las encías sin dentadura, algunos se escondían de la gente como si los fueran a rechazar como en otros tiempos y los más sanos denunciaban las torturas que les habían hecho y pedían la muerte para los esbirros, mientras los familiares de los encarcelados buscaban a sus parientes entre la multitud con rostros de angustia y alegría”.

– Una mujer que vendía empanadas en el mercado cerca de la plaza fue quien lanzó el primer grito de saqueo: ¡Mueran los gomeros! ¡Quememos sus casas! ¡viva la libertad! La multitud celebró entusiasmada. De la plaza cruzaron el Puente y entraron en la quinta de Doña Dionisia redoblando su odio. Primero rompieron las ventanas y las puertas con palos y machetes y enseguida se lanzaron sobre los cuadros que colgaban en las paredes con monturas arabescas, traídos de otros países o encargados a pintores famosos; sobre los teléfonos con bocinas de oro, los aguamaniles de porcelana china, la vitrola traída en Vapor, los espejos biselados y los percheros con sombreros de copa y sombrillas de seda.

Una vez empezado, nadie pudo contener el saqueo. Tampoco era la intensión. El Ministro de Guerra y Marina heredero del trono, había dado la orden. “Calma y cordura” “Que el pueblo haga justicia, pero que no los toquen”. La turba se fue multiplicando y bajaron a la quinta Gómez, muy cerca del colegio María Auxiliadora. La misma voz de ataque y muera. La misma respuesta de la multitud contra la mansión.

– Algunos repetían que los estudiantes habían llegado desde Caracas y eso los animaba. Las monjas del colegio rezaban el rosario de un lado a otro del pasillo con la mirada inclinada. Nadie las veía. Nadie las tocaba. Adentro, las familias gomeras también rezaban escondidas en los sótanos.

Todo era botín -recuerda Gedler en su libro Tren sin Retorno-. “Lo que no podía llevarse se destruía, para que no quedara nada de aquel gobierno. Por las calles se veían enseres dejados por quienes no podían con el peso del arrase. En algunas partes se levantaba el humo de lo que nadie quiso. El vino y el ron de las mejores cosechas se lo repartían y derramaban encima con lujuria sin terminar las botellas. La guardia miraba discreta, sin palabras, sin movimientos bruscos, sin levantar el máuser”.

– Los curas mandaron a tocar las campañas mientras le echaban doble tranca a las puertas. Unos en señal de alegría, otros en signo de molestia. Todos en nombre de Dios. Nadie hacía otra cosa. Los que no saqueaban miraban incrédulos un espectáculo nunca visto. La mujer que vendía empanadas no cargó con nada. Le era suficiente con arengar a los hombres y mujeres a consumar la venganza por las humillaciones, robos, maltratos, encarcelamientos, exilios y muertes que aquella gente encopetada les había hecho. Era la mensajera de la justicia y la vengadora del dolor.

Por la tarde solamente quedaban los escombros y ruinas, de un mundo que había sido y ya no era, y un silencio mortal en los que habían caído. Las enormes casonas gomeras cayeron entonces en el olvido, el tiempo y la indiferencia de las autoridades hicieron de estas estructuras -ricas en historia- cascarones vacíos posteriormente derribados para dar paso a las avenidas de Los Teques que, hoy día, lucen congestionadas a toda hora.

Gracias a personas como el profesor César Gedler, que han dedicado parte de su vida al rescate de la historia local, acontecimientos como “El Saqueo”, o el pasado de estructuras centenarias como Villa Teola o la casa de Doña Dionisia, son plasmados en libros que pasaran de generación en generación. Pero son los habitantes de la capital mirandina quienes deben exigir a sus autoridades el rescate de lo poco que queda de estas estructuras.

Daniel Murolo  – dmurolo@diariolaregion.net/ @dmurolo

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