Hacia una sociedad aristocrática

– NOTA INICIAL: para lograr digerir esta serie de textos, es necesario que el lector se despoje de los prejuicios culturales que predominan en esta fallecida Venezuela y que intente aceptar los prejuicios de quien escribe. [Se dice fácil…]

Aceptemos la premisa metafísica de que la vida es Voluntad de Poder (distíngase claramente de Voluntad de Dominio), y aceptemos que el hombre, inserto como obviamente lo está en esa dinámica vital, también es Voluntad de Poder. Podemos entonces dar inicio a la discusión que desemboca en el esfuerzo por reivindicar una sociedad con valores aristocráticos, para devolverle a las naciones -y, especialmente, a los individuos– occidentales el rumbo que han perdido.

Primeramente, es menester ir empapándonos de lo que significa esta metafísica de la Voluntad de Poder – en su sentido más íntimo. La vida es un constante devenir, un flujo incesante de fuerzas que conjugan, que chocan y dispersan… fuerzas que crean y destruyen entre sí, con la inocencia propia de una naturaleza desprovista de moral. El ciclo infinito de este devenir, de este río de fuerzas, es el ascenso, el clímax y luego el descenso hacia la catástrofe. Éste es, si nos fijamos bien, el ciclo de los organismos, de cualquier especie, de las sociedades, de las civilizaciones, etc.

De manera tal que pudiésemos afirmar, sin temor a “caer” en sesgos y verdades parciales [porque, al final, toda afirmación es una verdad parcial que proviene de un sesgo], que el propósito de la vida es el ascenso, aunado a la absoluta certeza de que el siguiente descenso hacia el abismo es inevitable. En pocas palabras, la vida es una tendencia hacia la aristocracia de lo viviente. La interpretación moral de cualquier aspecto de la vida es un acto de racionalización que el hombre -hasta ahora atormentado por la moral- efectúa a posteriori.

Pero si la vida es aristocrática; es decir, si el efectivo despejo del ser en este mundo orgánico despliega la tendencia infinita hacia la superación de sí mismo, entonces, ¿no debería el hombre disponerse -inequívocamente- a estar sintonizado con la tendencia más íntima de la vitalidad misma? De hecho, muchos sostenemos firmemente que el extravío del hombre occidental (arquetipo de hombre prometeico) se debe a la negación de esta sintonía, y que la frustración y el «olvido de la verdad del ser» tienen su germen en la insistencia, casi suicida, en esta negación.

La omnipresente sensación de «apatrididad» del hombre moderno hecha sus raíces en lo profundo del corazón de dicha negación. Y la negación del fundamento de todo lo viviente está emparentada, muy de cerca, con una concepción no occidental de la existencia. El Occidente clásico se forjó sobre la idea de que el núcleo que motoriza el tránsito del hombre por el mundo, es la fuerza y la voluptuosidad de su propia energía. Tras la caída de Roma, último baluarte de ese antiguo universo occidental, la cultura del hemisferio fue colonizada por una idea que está en el centro de ese corazón negativo que tiraniza al hombre moderno: el motor de la existencia de la humanidad entera es la necesidad; en otras palabras, el hombre no es fuente de abundancia sino todo lo contrario, el hombre es carencia.

Cualquier cosmovisión que eche sus raíces en el árido suelo de un entendimiento invertido de la vida (por ejemplo: la vida es necesidad; la vida no es manantial sino absorción decadente de energía), está destinada a marchitar al hombre desde que nace. El origen de los múltiples (anti)valores de la cultura occidental judeocristianizada y postcristianizada -los mismos que son y conducen al nihilismo, en todas sus manifestaciones-, es genealógicamente rastreable a esa interpretación del ser como mera entidad parasitaria del entorno y de lo que es exterior.

Con estas líneas podemos asomar una de las posibles introducciones al problema de la pérdida de sentido en Occidente, además de que ya atisbamos una incipiente hoja de ruta para guiarnos a través de la comprensión de lo que implicaría una nobleza futura y la consecuente adhesión de nuestras sociedades a una cultura aristocrática nueva.

En la siguiente entrega continuaremos discutiendo con el lector para profundizar en lo que significan la negación y la afirmación de la vida (dicotomía esencial dentro de la valoración aristocrática de la existencia), y de los principios de todo lo que vive, para el devenir del hombre.

Por @DavidGuenni de @VFutura

 

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