Santa Elena de Uairén: el lugar donde se quedan los que no se quieren ir

Santa Elena de Uairén: el lugar donde se 
quedan los que no se quieren ir

La lucha por ser consientes o seguir dormidos se lleva a cabo todos los días en todos lados. Cada uno despierta a diario con el propósito de obtener lo que tanto anhela. Venezuela es hoy uno de los escenarios donde se libra esta batalla y sus habitantes no desmayan, esperanza y optimismo se perciben en cada lugar.

Mucho se ha dicho de los errantes de América, del tortuoso camino que recorren para irse, de lo que cuesta adaptarse a un nuevo clima, costumbres y creencias hasta ayer desconocidas. La crisis es confirmada por todos los sectores: la guerra económica es la responsable del traspié que tuvo la Revolución Bolivariana argumenta el gobierno, sus detractores aseguran que la corrupción y mal manejo de políticas públicas ocasionaron el debacle.

Miles siguen emigrando, muchos más luchan contra el sistema y en medio de estas dos fuerzas se encuentran los que son capaces de adaptarse a todo, quienes aplauden al que lo hace bien y critican al que se equivoca sin perder el empuje. Resilientes les llaman.

Al sureste de Venezuela se encuentra la población de Santa Elena de Uairén, capital del municipio Gran Sabana, estado Bolívar. Sector fronterizo vital para la nación debido a la riqueza en minerales que posee su suelo y el auge turístico proveniente de Brasil.

Es la majestuosidad de los tepuyes, la infinita sabana, los rostros que resultaron de la mezcla indígena y criolla, lo último que ven venezolanos que emprenden el viaje a su nuevo destino.

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La plaza en honor al Padre de la Patria es el punto de encuentro de los que están de paso y buscan referencias para continuar su travesía. Pacaraima, la ciudad que les da la bienvenida al Brasil.

Allí también llegan grupos de vacacionistas más que todo provenientes de Boa Vista y Manaos dispuestos a escudriñar el último rincón tras las ofertas. Unos se van, otros visitan y están los que contienen el aliento luego de despedir a un paisano para enseguida esbozar una sonrisa y recibir al extranjero.

“Naranjéate, naranjéate” dice a todo pulmón Jesús “Chuo” Caravallo, un portocruzano de 32 años de edad, quien junto a su esposa Karen Paola y sus dos hijas Gloribel (09) y Victoria (06) camina el pueblo de punta a punta vendiendo naranjas peladas, mango verde con sal y vinagre, y a veces tomates.

Él tiene una meta a corto plazo: que sus niñas y mujer recuperen el peso que perdieron en su ciudad natal, la cual abandonaron hace dos meses en busca de una mejor oportunidad. No saben hablar portugués pero eso no los limita a comunicarse con turistas que andan risueños ante cualquier novedad.

“Los brasileros vienen por los lujos, casi no tengo clientes de ese tipo, pero hay algunos que no se resisten cuando ven la bolsita de mango, les da curiosidad y es allí cuando aprovecho, que me den dos reais –equivalentes a 60 mil bolívares- y se la llevan”, cuenta mientras barre la esquina donde hace su última parada diaria.

Los Caravallo llegaron a Santa Elena de Uairén porque alguna vez escucharon que allí “se trabaja bien, se vende todo”. Venían con la idea de los mangos y con algo de dinero ahorrado para pagar una habitación en una pensión, luego se les ocurrió lo de las naranjas y hasta lazos para niñas hechos por Karen Paola han ofertado.

Chuo aclara que sus hijas no son gemelas, lo hace porque son del mismo tamaño y las visten igual. “Tenemos años pasando trabajo, me costó mucho darle de comer a mi hija mayor por eso no se ve tan grandecita como debería, después vino la segunda, que desgracia pensé al principio pero nos tocó afrontar”.

No saben el nombre del alcalde de su nueva ciudad ni tampoco del gobernador, dicen que no les interesa, solo desean vivir en una Venezuela distinta.

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Esa misma esquina es frecuentada por Paulo Sergio, chofer de una línea de expresos que transporta turistas desde Boa Vista a Santa Elena en un recorrido de aproximadamente dos horas. El conductor acostumbra llevar a su compañero de turno y a los viajeros hasta una tienda de perfumes y lociones, que recomienda como una de las más novedosas del pueblo.

Con un español forzado por los años que tiene en el vaivén, detalla que lo único que no le gusta de la perfumería son sus empleadas porque son tacañas y no complacen a los clientes con descuentos.

“Nos pelean un real y si llevamos muchas cosas tenemos que pagar el total, nada barato, luego vamos a comer o a hacer más compras y es lo mismo, los venezolanos son pichirres, cómo cuesta convencerlos para que bajen los precios”.

El salario de las empleadas de este comercio, así como el que ofrecen en el resto de los negocios de esta localidad es superior al sueldo mínimo establecido por el Gobierno Nacional -1.307.546 bolívares- esto debido al alto costo que la vida tiene allí, mucho más que en el centro del país.

Según datos aportados por el Centro de Documentación y Análisis Social de la Federación Venezolana de Maestros, hasta enero se requerían  35.392.706,24 bolívares para cubrir mensualmente con la canasta básica de alimentos de una familia venezolana promedio, eso se resume a 1.179.756,87 bolívares diarios. El trabajador mejor pagado en la Gran Sabana roza los 10 millones.

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Detrás del cristal de la tienda un grupo de chicas recibe al comprador potencial. Todas bien arregladas, pieles brillantes, especialmente perfumadas. Son la imagen.

Una veinteañera de cabellos negro azabache, ojos achinados y piel blanca, llamada Ana María refunfuña: ahí viene el brasilero del sombrerito blanco con el cuento de que le rebaje un real ¡Por Dios un real! 30 mil bolívares que luego voy a tener que desembolsillar yo.

A lo que responde Naomi, la empleada más antigua: su problema es que no consiguen un descuento, el de nosotras que nuestra quincena nos alcanza para un mercado de tres días, los dos tenemos razón y los dos estamos equivocados.

Los rasgos indígenas de esta última hacen pensar que se trata de una pemona, pero su impecable portugués la delata, se trata de una joven brasilera, perteneciente a la etnia Macuxi. Desde los ocho años Naomi se fue a vivir a Santa Elena con sus padres, cuenta con todas las posibilidades laborales y de estudio que ofrecen en su país natal pero como ella misma lo expresó “lo que tengo de brasilera es la cédula, me gusta más el tricolor”.

Luego de culminar la discusión acostumbrada con el cliente, un fanático de las fragancias que vienen con pachulí, llega la hora del almuerzo. Junto a ellas dos, se acomodan Francelis y Eduardo –quien nació hombre y fue bautizado como tal pero desde que tiene memoria ha pensado y sentido como una mujer- cada uno saca su vianda de Tupperware y comienzan a repartirse las porciones, así se acostumbraron.

“Estos espaguetis blancos saben a pollo frito y las caraotas que trajo Ana María huelen a carne con papas y arroz aliñado”, bromea Eduardo mientras actualiza a sus compañeras sobre el moreno ojos verdes, con aires de futbolista de playa –por supuesto carioca- que lo pretende desde hace un mes.

Se trata del sobrino de un comerciante de víveres que reside en Pacaraima, un hombre fornido y bien casado que no oculta su atracción por este muchacho que lleva el tumbao de reina de belleza y el vocabulario de presentador de televisión.

Eduardo no se atreve a vivir ese romance, dice que tiene miedo a enamorarse pero se siente atraído de sobremanera por el poder económico que él representa. “Mi sueño es un caraqueño con sabor, que tenga moto y sea grandote, pero me tocó vivir en esta esquina de Venezuela y nacer justo en esta época, el sueño de vivir en la ciudad lo tengo pendiente hasta que todo se acomode”.

Este fue el último almuerzo que compartieron, días después Naomi fue despedida luego de ser descubierta sacando dinero de la tienda para cubrir una deuda. A pesar de que alegó que iba a reponerlo al día siguiente, la falta no fue perdonada por sus patrones. Fue seguida por Ana María, quien no se hallaba sin su compinche y prefirió irse a Boa Vista a trabajar como niñera, sólo de forma temporal, porque sigue regresando a su pueblo a surtir de comida su casa y llenar de presentes a su pequeño hijo de 13 meses.

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La víspera electoral no mueve ni sorprende a casi nadie en esta población, pero sí lo hace la latente transformación del cono monetario, así como la incorporación de un nuevo sistema financiero que pone los ojos del mundo en el sector minero.

A docentes se les hace cuesta arriba llevar la cuenta de los adolescentes santeleneros que desertan de la educación secundaria para aventurarse a los campos mineros, resguardados por los propios pueblos indígenas que serán capaces de proteger su riqueza con la vida.

Botas, ropa cómoda, espray para protegerse de los mosquitos trasmisores de paludismo y mucho valor es lo que requieren para adentrarse en este mundo desconocido cuya recompensa es traerlos de regreso al pueblo con los bolsillos llenos de oro y diamantes que luego son cambiados como mejor les convenga –mayormente en bolívares o reais- que a su vez son gastados en comida, ropa, regalos y perfumes, de todo tamaño y tipo.

Es justo en esta tienda de fragancias donde se conocieron Jackson Martínez (17) y su prometida Migleidys Vargas (29), natural de Ciudad Bolívar. Deslumbrado por la silueta de esta mujer y el aroma a caramelo que desprendía, el joven minero no dudó en pedirle su número telefónico al salir del lugar.

La comunicación no cesó durante los días siguientes, tal fue la química que aseguran hubo entre ellos que Migleidys tuvo que confesarle el secreto que sólo Jackson desconocía. Ella también frecuentaba las áreas mineras, especialmente las más recónditas, donde hubiese el mayor número de hombres, junto a unas compañeras que le regaló el camino iba a vender su bien más preciado: su cuerpo.

Con 60 días de relación, esta pareja ha vivido lo que pocos. Ella lo salvó de ser asesinado a machetazos, él no la dejó sola ni un momento mientras se recuperaba del paludismo que la tumbó en una hamaca.

Con un tono de voz palpitante, afirma que de conocerse en una noche de soledad, jamás se fuera enamorado mientras que Migleidys sostiene que no se lo cruzó en la mina porque Dios le tenía una nueva vida preparada.

Ambos se entregaron a la fe cristiana y junto al hijo de seis años de la mujer, se mudaron a una casa que cambiaron por oro en el sector La Planta. Actualmente planean lo que será su primer viaje como familia, su sueño en común es visitar Caracas para subirse al teleférico que los lleva al Waraira Repano.

“Yo me preguntó cómo es que una montaña tan inmensa como los tepuyes de mi tierra está atravesada en plena ciudad, dicen que desde arriba se ven las carreteras y los edificios, debe ser un espectáculo, de lo más lindo que he visto jamás”, dice con tono infantil este muchacho, a quien no le preocupa viajar a lo que le han descrito como uno de los lugares más peligrosos del planeta, reiterando que “miedo da que te pique una culebra en la Sabana, que te pierdas en un país donde hablan otra lengua o que ya no quede un pedacito de tierra de donde sacar oro, eso sí que da pavor”.

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El hijo de Migleidys es autista y los viernes asiste a un taller de arte propiedad de la maestra Margarita Salazar. Su madre lo llevó al médico un poco antes de venirse a Santa Elena en vista de que acababa de cumplir cinco años y no hablaba, fue en esa única consulta que le detectaron la condición.

Hasta el momento no se ha visto en la obligación de llevarlo a alguna terapia, pues asegura que la escuelita a la que asiste una vez por semana es suficiente por ahora.

En este salón que la docente – una caraqueña que hace 10 años dejó la vida que construyó en la ciudad para iniciar una nueva en el Macizo Guayanés- acondicionó en su propia casa, están acomodados 20 niños con edades comprendidas entre los tres y 10 años de edad.

Lo que diferencia este lugar de los otros donde imparten tareas dirigidas es quien lo conduce dice aplicar el método Montessori, dando a los infantes una “libertad con límites” para que puedan desarrollarse física y socialmente.

La educadora -realmente profesora pero poco importan los títulos obtenidos con honores en un pueblo donde el prestigio de sus habitantes se gana por la capacidad de manejar altas cantidades de efectivo- está empeñada en exaltar la identidad nacionalista en sus pupilos.

De forma directa o indirecta los adentra en la riqueza cultural e histórica que caracteriza a esta nación. “No podemos perder nuestra identidad, así nos mudemos de país, nos emparentemos con extranjeros, seguiremos siendo venezolanos y eso es algo que debemos asumirlo con orgullo”, cuenta Margarita, quien sigue tomando decisiones radicales que hoy la tienen cursando nuevamente la escuela primaria pero esta vez desde la óptica del modelo educativo brasilero en una escuela nocturna en Pacaraima.

A esa docente, que tiene a la mitad de su familia en la capital de la República y la otra regada por el mundo, le da pavor que la transculturización pueda borrar la memoria colectiva del venezolano.

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Los ávidos en hallar la fórmula para que el nacionalismo prevalezca ante la situación que actualmente atraviesa Venezuela, sienten sosiego al toparse con la historia de Lucas Teófilo Fernández Peña, quien en el año 1914 comenzara una expedición que lo llevó a la fundación de Santa Elena de Uairén.

Proveniente de Valencia, este simpático joven a quien el mestizaje le pasó de largo, ya que sus rasgos lo hacían la viva imagen de un conquistador español, se aventuró a lo desconocido llegando justo cuando un grupo de ingleses pretendía asentarse en esta zona despoblada de la floreciente nación del siglo XX.

Valiéndose de la experiencia que sumó en el largo camino recorrido, así como el lazo de amor – se casó con la hija de un importante líder de tribu- y amistad que hizo con varios grupos de pemones, pudo neutralizar a los colonos.

En su afán de garantizar la soberanía del suelo que bautizó con el nombre de su primera hija y el río que atravesaba la localidad, pobló varias de las zonas fronterizas con sus propios descendientes al relacionarse con otras dos mujeres indígenas. Tuvo un total de 27 hijos.

Su hija mayor tiene 98 años y pasa sus días sentada en el porche de su residencia ubicada en el sector Manakrü, la lucidez que la caracteriza le permite rememorar la hazaña de su padre, resaltando al hombre que llegó a la última tierra del sureste del país, peleó y ganó cada centímetro de tierra.

Ella también ve a los venezolanos irse y quedarse, y convirtiéndose en la voz de todos aquellos abuelos y bisabuelos que vivieron regímenes y la bonanza en Venezuela, quiso recordarles que la lucha de nuestros caciques, el sueño de Bolívar y el rostro de cada niño que aquí nace siempre van a valer todo el esfuerzo que puedan dar bien sea desde aquí dentro o desde cualquier rincón del mundo.

Glorimar Fernández 

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