Voces de la Academia: Tierras y límites de Los Altos como temas de conversación

A la memoria de mi padre Horacio Biord Rodríguez en su 97º cumpleaños

Horacio Biord Rodríguez, mi padre, nació en San Antonio de Los Altos, entonces distrito Guaicaipuro del estado Miranda, el 25 de julio de 1921. Incluidos sus años de estudiante de bachillerato en el Liceo San José de Los Teques a tan pocos kilómetros de su casa natal en Don Blas, nunca se alejó por mucho tiempo de San Antonio excepto durante los meses finales de su vida. Quiso Dios que falleciera el 03 de marzo de 2014 a los 93 años y medio en Macuto, estado Vargas, cerca de Maiquetía, donde había fallecido el 06 de octubre de 1944 su padre Raúl Biord Septier, un francés que pasó casi toda su vida en San Antonio de Los Altos.

Mi papá era un acendrado sanantoñero. Algo que me impresionaba y que heredé de él, de mis tíos y sus amigos más cercanos es la costumbre de mirar siempre, estando en Caracas u otros lugares cercanos, en dirección a San Antonio. “Allá queda San Antonio” o “ese era el antiguo camino” constituían frases comunes para ubicar a San Antonio en el mapa del cariño y los recuerdos.

Uno de los temas preferidos de mi padre, mis tíos y sus amigos sanantoñeros, ya fuera en San Antonio, por los alrededores o incluso de paso lejos de la patria chica, se refería a recordar los límites del pueblo y sus caseríos (El Amarillo, Pacheco, Figueroa, El Cují, San Vicente…): “hasta aquí llega San Antonio”, “esos son terrenos de San Diego”, “esa era la hacienda de fulano” o “allí vivía fulano o zutana” y los comentarios englobaban también a Carrizal, Los Teques y Paracotos… Eso me hace recordar una constante que he observado tanto en comunidades campesinas como indígenas. Se trata del apego a la tierra, al territorio heredado, y la construcción del entorno como un paisaje cultural, lleno de referentes y referencias a usos, costumbres, saberes, haceres, anécdotas e historias.

Quizá por ese amor tan grande a la tierra que labraban con sus manos, a las casas que los guarecían de la incesante garúa y de la neblina omnipresente, reaccionaron con tanta fuerza a las pretensiones del doctor Humberto Fernández Morán de expropiar pequeñas fincas y posesiones con la excusa de la instalación del reactor nuclear en Altos de Pipe a mediados de la década de 1950. Se construía entonces el Instituto Venezolano de Neurología e Investigaciones Cerebrales (el IVNIC, hoy IVIC o Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas). Esa pretensión la detuvo el entonces presidente de la República, general Marcos Pérez Jiménez, tras recibir y escuchar los alegatos de mi padre y otros sanantoñeros.

Viéndolo a la distancia, estas remembranzas de mi padre y sus contemporáneos han sido para mí una valiosa herencia que cada día aprecio más. Por un lado, entender que la identificación con un lugar y la identidad que se deriva de esa relación, es una manera de querer no solo a la tierra y al paisaje, sino a sus gentes y tradiciones. Ese apego era proverbial en los afectos de mi padre, mis tíos y sus amigos: San Antonio –la tierra, el paisaje, la gente- como tema, como evocación, como presencia y herencia que se actualizaba y recuperaba en cualquier lugar y momento. Para mí hablar de San Antonio y su tradición tenía un valor especial, precisamente porque las conversaciones que más recuerdo tuvieron lugar entre 1975 y 1980, cuando se había acelerado el proceso de cambio social y espacial en Los Altos y en especial en San Antonio con la construcción desordenada, caótica que ocurrió por culpa de la voracidad del mercado inmobiliario, la falta de la planificación eficiente tanto regional como en todo el país y el imperdonable proceder y corrupción de políticos y funcionarios de diversos niveles (los pies de barro, los absurdos de la “Gran Venezuela”).

Adicionalmente, otra herencia que recibí del inveterado amor a San Antonio constituye una enseñanza teórica y, a la vez, metodológica: la comprensión de las identidades profundas, de larga permanencia en el tiempo, como las de carácter étnico u otras similares, como las campesinas y de pequeños pueblos y la manera, nada positivista, de aproximarse a ellas para estudiarlas. La tierra dice más que el polvo; habla del barro que moldea a las personas con la máscara social, si se quiere, de la identidad y el arraigo.

Hablar de los límites de un pueblo, de sus tierras y haciendas, de sus gentes es hablar, a su vez, de complejas relaciones y herencias sociales, de conocimientos heredados, de tradiciones, recuerdos e identidades.

 

Horacio Biord Castillo

Contacto y comentarios: hbiordrcl@gmail.com

Academia de la Historia del Estado Miranda

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