Voces de la Academia: El Callejón Bernotti

Pasan cosas, cuando uno se encuentra con el lugar. Para otros es solamente un sitio sin relieve emotivo, sin narrativa, sin epopeya. A lo más un paisaje, si lo es, pero inmóvil, silencioso para su alma, si la tiene.

No sé desde cuando me empeño en ver el Callejón Bernotti de Los Teques con la mirada melancólica de los pasajes españoles, caraqueños o parisinos. No puedo evitarlo, y siempre lo adorno hasta convertirlo en el sitio pintoresco que siempre soñé cuando subía la cuesta para llegar al bar de Clavito, en La Casa de los Pilares, donde antes funcionó una escuela y que todavía cuenta con la fortuna de ser una casa medio oscura, muy acorde con su arquitectura mantuana, y que le asienta tan bien a su señorío.

Su nombre Bernotti le viene de una familia italiana que tenía una embotelladora de refrescos con el mismo nombre, en la calle Roscio, frente a la Casa Cuna Consuelo de Marturet. Curiosamente solo elaboraban un sabor de refresco, por eso se le recuerda como la colita Bernotti, sin más.

Era una cuesta de tierra, que comenzaba en la casa de la Sra. Delfina, y se bifurcaba en la de los Salas, donde se cometió un crimen pasional. El lado izquierdo se quedó con el nombre de Bernotti y nadie se alborotó por esa injusticia. Son muchos los que nombran actualmente el callejón, porque en una de sus casas vive Marcelino Mejías, nuestro artista popular, que se ha ocupado de eternizar a personalidades y personajes de la región.

A veces nos preguntamos cómo sería ese callejón si las autoridades municipales le tuvieran algo de cariño a este pueblo maltratado, pero casi enseguida nos quedamos en silencio, y yo sigo soñando, como si no pasara nada, con el lugar del que hablo -y el que me habla- como si fuera un sendero estrecho, lleno de colorido, con piso de adoquines, puertas centenarias y fachadas irregulares, como un carnaval. En su extensión de pasos contados, nada faltaría y nada sobraría, cada quien ajustado al ritmo de aquel camino angosto con forma de río, mientras los parroquianos buscan el sol mañanero o el fresco de la tarde. Así lo imagino. Con el decir de los griegos, solo es quien es.

Europa está poblada de estos caminos sinuosos, y de allá lejos nos viene la costumbre de hacer vecindarios que en muchos casos se convierten en bulevares, museos, o paseos recreativos, cuando los años se imponen sobre las familias que los habitaban.

Al Callejón Bernotti lo salva una imponente ceiba sembrada en el mismo lugar desde el comienzo de los tiempos, en la casa que fuera del indio Tarazona, el guardaespaldas del general Gómez, y hoy pertenece al amigo Arístides Coronel y a su esposa Hilda.

Es un árbol imponente en todos los sentidos. Sus ramas parecen un sombrero de arlequín sobre un tronco que nos obliga a venerarlo como eterno, hasta convertir el entorno en un lugar sagrado -en el más pagano de los sentidos- que mantiene la humedad y el frío de los viejos tiempos, cuando los pájaros eran dueños de los árboles, y a los hombres no les molestaba pisar la tierra cruda.

No me importa seguir imaginando al Callejón Bernotti con el sortilegio de los callejones sevillanos, si con esto custodio su linaje, hasta que llegue el día luminoso de su transfiguración.

César Gedler

Academia de la Historia del Estado Miranda.

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