Recordar a quienes murieron en un camposanto en ruinas

Cada 2 de noviembre se recuerda a quienes ya partieron, de acuerdo con la creencia católica, y se intercede para que su alma alcance la gracia de Dios. Al sur de Caracas, las familias honran a quienes ya no están en medio de tumbas profanadas, un jardín enmalezado, restos humanos y hasta desperdicios, aunque coinciden en que el alma trasciende y sus muertos están ahora en un lugar mejor

Aura y Rosa recuerdan las navidades con su hermano; Uscralia recuerda los bailes nocturnos con su papá; Salvador recuerda la noche en la que asesinaron a su hijo; Norma, Marta y Carmen recuerdan la nobleza de su hermana menor; y María Clara nunca deja de pensar en sus tres hijos muertos: uno que reposa en una fosa propia, otro en una prestada y el último en un espacio en la tierra que la lluvia remueve constantemente.

Cada 2 de noviembre, desde hace por lo menos un milenio, se celebra la Conmemoración de los Fieles difuntos, de acuerdo con la tradición católica. En Caracas, muchas familias honran a sus muertos en un camposanto de 246 hectáreas abandonadas y enmalezadas. El Cementerio General del Sur, en la parroquia Santa Rosalía, depende de quienes todavía visitan a sus seres queridos y velan por las lápidas que no han sido profanadas.

Aura González recoge tierra con sus manos. Raspa, acumula, recolecta y bota. Rosa, su hermana, cuenta que la tumba que está justo al lado de la de su hermano, que murió hace cuatro meses, la cavaron esta misma semana y toda la tierra la dejaron encima de la que estaban limpiando. Aura y Rosa viven en Petare, al este de la capital, y les gustaría ir al cementerio a diario, pero no lo hacen por la inseguridad: de lunes a viernes, el lugar luce desolado.

Los sábados van y sobre la tumba colocan agua para mitigar la sed y algunas flores para no olvidar la belleza. “Sí está con Dios; era un hombre bueno”, dice Rosa. En el día de los difuntos, recuerdan más que nunca las navidades con él.

Un jardín inhabitable

No hay caminerías; para llegar hasta una sepultura hay que probar suerte pisando sobre lápidas y tapas con grietas que se confunden con la maleza, ramas y hojas caídas. Si se descuida el paso, es posible tropezar con algún cráneo o fémur.

Uscralia Sierra, de la parroquia San Agustín, salta obstáculos hasta llegar al lugar en el que descansa su padrastro, más bien, su papá, porque fue quien la crió. Cada paso que da es un reto; por eso avanza con cuidado. “Aquí cada quien limpia a su muerto”, dice mientras arranca el monte que tapa el nombre de su padre. Cuando se le pregunta qué es lo que más extraña, su mejor recuerdo, no duda: “En las noches solía poner música y nos poníamos a bailar. Era muy alegre; nunca me levantó una mano”.

A cuatro parcelas, Salvador Moreira sostiene un machete y golpea la tierra intentando deshacerse de la maleza que le llega hasta la rodilla. En la tumba descansa su hijo, que fue asesinado hace 18 años, cuando apenas tenía 24: mientras estaba en una fiesta, le dispararon. Salvador siempre recuerda esa noche, sobre todo hoy, día en que se recuerda a quienes ya no están. Hace cinco años, recuerda, el cementerio estaba limpio y los policías resguardaban a los visitantes. Además de a su hijo, extraña poder estar ahí con tranquilidad.

El cuerpo es solo materia

En el Cementerio General del Sur están los restos de Isaías Medina Angarita y Carlos Delgado Chalbaud, figuras importantes de la mitad del siglo XX en la historia de Venezuela. Una mujer se para frente al sepulcro de Medina Angarita, cuyas tapas de granito están partidas o levantadas; mira fijamente y exclama: “No somos nada. El cuerpo es solo materia. Si hasta un presidente termina así, imagínate uno”.

Los espacios dedicados a policías, guardias nacionales y bomberas casi brillan en comparación con las tumbas profanadas. Otra mujer, que prefirió no identificarse, se queja porque sepulturas como las de Lina Ron y Robert Serra, personajes cercanos al chavismo, son vigiladas y están limpias. “Claro, ¿a uno cómo y quién le garantiza algo? Como somos pobres…”, y su lamento se queda a medias.

El mantenimiento de las 246 hectáreas del camposanto no está garantizado, aunque cuando se cancela un servicio funerario se paga también por la limpieza de la parcela, pero el personal no es suficiente. José Bompart, trabajador del lugar, contó que cada 2 de noviembre se hacen jornadas especiales de limpieza a propósito de la festividad, pero no es suficiente.

A María Rujano le están pidiendo 300.000 bolívares por la reparación de cuatro tapas de las tumbas que ultrajaron hace casi un mes. Asegura que va al cementerio cada día para exigir que se sustituyan las piezas sin costo alguno, pero no ha recibido respuesta, ni de la dirección del lugar ni de la Alcaldía del Municipio Libertador.

A pesar de la profanación de sus difuntos, María confía en el descanso eterno:

–¿Usted confía en que las almas de sus familiares estén con Dios? ¿Cree en eso?

–Claro que están con Dios, están con él. Y tú también; él siempre te protege, manifestó.

Lo que realmente le preocupa es que en el lugar donde está su familia reposando, algunos han arrojado escombros y desechos. “Si yo me muero hoy, ¿dónde me entierran, si eso está así?”, se pregunta. Nuevamente, se queda sin respuesta.

Todos los días

No hay un día en que María Clara Díaz no piense en sus tres hijos muertos: uno reposa en una fosa propia, otro en una prestada, y el último, que murió hace cuatro años, en un espacio abandonado, una tierra que no es de nadie y que se mueve cada vez que llueve. Ella va todos los fines de semana a velar por la dignidad del cuerpo de su hijo. El ataúd está cubierto por una capa de arena y un plástico que sostiene con piedras en los bordes para que la brisa no lo mueva.

María Clara no puede comprar flores ni velas; ya consiguió una parcela donada, pero el trámite para obtener el permiso de cambio del cuerpo ha tardado más de tres años. Ella no pierde la fe; tampoco se cansa de ir.

Como ella, Norma, Marta y Carmen creen que a los difuntos hay que recordarlos día tras día. Ellas no olvidan la nobleza de su hermana menor, Blanca, que falleció en 2016, luego de un par de años de diálisis. “Cuando murió, supimos lo maravillosa que era, porque todo el mundo fue a su entierro y hablaron muy bien de ella. Todos la querían”.

El alma, según Aristóteles, incorporaría el principio vital o esencia interna de cada uno de esos seres vivos, y Norma, Marta y Carmen, sobre todo hoy, confían en que el alma de Blanca las acompaña siempre, incluso en un lugar tan lúgubre con el Cementerio General del Sur.

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