¨Los trapos sucios se lavan en casa¨

Il Cavaliere utiliza su poderío mediático para tratar de intimidar a sus críticos

Las broncas políticas en Italia se parecen a los líderes de sus partidos. Las del centroizquierda son muchas, previsibles y aburridas. Las del centroderecha, en cambio, son únicas, estridentes, construidas a base de coacciones, amenazas, juego sucio y finales inesperados. Como Silvio Berlusconi, que este lunes, después de hacer saltar por los aires el Gobierno de Enrico Letta y de intimidar a sus propios ministros díscolos a través de un periódico de su propiedad, reunió a sus diputados y les habló como si no hubiera pasado nada: «Me he reunido con los ministros y está todo aclarado. Los trapos sucios se lavan en casa. Para nosotros, este Gobierno ha terminado».

El capo no acepta que le tosan. No está acostumbrado. Tal vez alguna traición aislada, como la de su antiguo aliado Gianfranco Fini, al que todavía le suenan los oídos. Pero lo del domingo, más que una tos, parecía el principio de un catarro que, a sus 77 años y con una condena por evasión fiscal pendiente de dejarlo fuera del Senado y en arresto domiciliario, podía resultar fatal. Los cinco ministros que habían aceptado la orden de Il Cavaliere de presentar la dimisión para dejar caer al Gobierno de Letta, incluido el vicepresidente y delfín Angelino Alfano, se permitieron la osadía de mostrar públicamente su desacuerdo. Declararon que el jefe había actuado bajo el influjo del ala más radical del partido -los halcones- y que Italia en estos momentos necesitaba más mesura. Este lunes, al amanecer, cuando el repartidor dejó en sus portales Il Giornale, el periódico de la familia Berlusconi, traía un mensajito.

Muy claro. En la portada, para que no se les fuera a pasar leerlo. Un comentario del director, Alessandro Sallusti, nombraba por sus apellidos a los rebeldes -Alfano, Quagliariello, Lorenzin, Lupi e Di Girolamo-, los emparejaba con la traición de Fini y les advertía de que el equivocado no era el jefe Berlusconi, sino ellos. Avisados quedaban. Unas horas después, los cinco aludidos publicaban un mensaje en el que daban acuse de recibo de la amenaza y la mandaban de vuelta: «Debemos decir enseguida al director de Il Giornale que nosotros no tenemos miedo. Si piensa intimidarnos a nosotros y al libre debate en nuestro movimiento político, se equivoca de plano. Si piensas amedrentarnos con la comparación de Gianfranco Fini, debe saber que no hay casa en Montecarlo con la que construir una campaña». Mal rollito, tal vez incluso peligroso…

Con esos antecedentes, el día transcurrió entretenido. La fractura en el PDL parecía clara, así que los medios se dedicaron a hacer listas dividiendo al PDL en halcones (los más berlusconianos que Berlusconi), palomas (los moderados) y los mediopensionistas, que tratan de mediar entre unos y otros y que, como suele suceder, se llevarán las bofetadas sueltas. ¿Sería capaz Letta, que el miércoles se presentará ante la confianza del Parlamento, romper la uniformidad del PDL y arrancarle algunos diputados a Berlusconi? Algún comentarista trajo a colación que, pese a las aguas revueltas, a Letta, de natural serio, se le había instalado desde hacía un par de días una sonrisa socarrona en el rostro, como si él y el presidente, Giorgio Napolitano, supieran que el partido de Berlusconi ya no era el cuartel de ordeno y mando que hasta ahora. De ser verdad, sería histórico.

Entre tanto, Berlusconi regresó a Roma. Entró en el palacio Grazioli con gafas oscuras y cargando a Dudù, el caniche blanco de su prometida, y enseguida todas las esperanzas empezaron a desvanecerse. El político y magnate habló con sus ministros y después se acercó a la Cámara de Diptuados a reunirse con sus parlamentarios.

Agencias

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