En este destino hubo muchas anécdotas divertidas, quizá porque arrastré a otros venezolanos –y a 2 portugueses- a vivir un viaje a mi manera. Poco presupuesto pero muchos cuentos y risas conformaron este fantástico día. Aquí descubrimos que la virgen de Guadalupe bendice a algunos, que al turista lo protegen los ángeles, y que preguntando realmente se llega a cualquier parte…
Es indescriptible la emoción de amanecer cada día en un puerto diferente. Te fuiste a dormir, y sin darte cuenta (Más allá que uno que otro bamboleo) te despiertas en la isla francesa Guadalupe. Desde la cubierta puedes observar un paisaje con mucho más aire de “urbe” que los destinos anteriores, y sus vecinos cercanos. En Guadalupe hay edificios de mediano tamaño, algo que no es muy común por estos lares, y la estructura desde la distancia se muestra como una ciudad con cierta planificación.
Ccreo que mi venida estaba marcada por el destino, pues en alguna oportunidad, en un viaje de St Marteen a Anguilla, me sellaron el pasaporte como que había entrado a Guadalupe, y por años lidié con una estampa de un lugar en el que nunca había estado. Ahora se enderezaron las cosas, y el sello que no me pusieron –por venir en crucero- ya estaba en mi pasaporte desde una década atrás.
Mi primer contacto en la isla me hizo intuir que me gustaría este destino. Hubo 2 cosas que me llamaban poderosamente la atención: primero, el afamado Ron Agrícola que se elabora en las islas francófonas; un método de elaboración muy diferente a la manera británica con la que se hacen los rones en Venezuela. Lo segundo, es que Guadalupe es llamada la isla de las especias, y desde que te bajas (en cada puestico de mercado callejero) percibes las grandes varas de canela, las vainas de vainilla natural, las pimientas, la cúrcuma, la nuez moscada, entre otros.
En esta oportunidad desistí del viaje grupal a la playa, con el objetivo de conocer un poco más a fondo Guadalupe. Otros venezolanos se unieron a mi idea de caminar por el “Down Town”. Anduvimos por calles amplias, visitamos algunas tiendas y finalmente llegamos al mercado de las especias. Fue ahí –mientras estábamos pegados al wifi gratuito de una tienda – cuando una señora cubana se nos acercó y nos sugirió ir a la playa; en principio nos negamos, alegando que un taxi nos cobraría al menos 7$ por ir, pero la cubana hablaba de ir en autobús por un costo de alrededor de 2$… esa idea nos pareció genial y se quedó en resonando en nuestras cabezas. Finalmente nos entusiasmamos a ir, e incluso un matrimonio de brasileños se nos unió a la expedición.
La ida no era tan sencilla como parecía, pues la barrera del idioma jugaba en contra; preguntando se llega a roma, pero cuando tienes que preguntar y nadie habla francés ¡La cosa se complica! Nuestras conversaciones eran un papiamento: intentábamos entendernos en inglés, otro venezolano machucaba el francés, traducíamos al resto en español y portugués. Aquello era un mazacote de idiomas. En este punto una de las venezolanas quería preguntar a alguien dónde estaba la parada de buses, y optó por un señor que miraba fijamente al horizonte sentado desde un muro; el señor era ciego y sordo, cosa que alguien nos indicó luego de unos minutos de intento de conversación con el pobre hombre. Ese episodio fue el motivo de nuestras risas durante el resto del crucero.
La gente en Guadalupe es muy amable, todo al que preguntamos parecía mostrar empatía y preocuparse por ayudarnos a que lográramos llegar a la playa. Ya en la parada conocimos a Pechy, una guadalupeña hija de dominicanos que hablaba excelente el español, ella fue nuestro ángel guía, quien nos explicó cómo llegar a la playa, y convenció al conductor del bus de que nos aceptara el pago en dólares…
Subimos al autobús ante la mirada incrédula de los lugareños, aparentemente no es común que los turistas utilicen el transporte público. Una vez montado, mientras pasábamos mucho calor en un bus que no arrancaba, nos percatamos de un hecho curioso, estábamos en Guadalupe el día de la virgen de Guadalupe. Creo que eso era algo muy particular que tal vez ni planificándolo lo hubiese logrado.
El calor cada vez arreciaba más fuerte y el chofer no parecía estar dispuesto a iniciar la marcha hasta que no estuviese completamente repleto (y yo que pensaba que eso solo pasaba en Venezuela). Cada vez estábamos más apretados, con personas que se amontonaban en el pasillo del autobús; fue ahí cuando el miedo se apoderó de la pareja de brasileños, quienes lanzaron la toalla y se bajaron, comentando que preferían la piscina del barco. Automáticamente el bus echó a andar, nos dirigimos entre calles, avenidas y autopistas a la playa.
Pechy, bautizada por nosotros como nuestro ángel guardián enviado por la virgen de Guadalupe, decidió no bajarse en su parada para acompañarnos y asegurarse de que nos dejarían en la playa. Posteriormente se despidió, no sin antes dejarnos anotado un mensaje que deberíamos mostrar al conductor del bus de vuelta, donde decía a dónde íbamos y cuanto estábamos dispuestos a pagar.
La playa era un paraíso de aguas azules que se perdían de vista en el horizonte, únicamente contrastada con el blanco de los yates que se podían observar a la distancia, y una pequeña franja de arenas (también blancas) donde se echaban al sol muchos turistas y algunos guadalupeños. A los pocos minutos todos los del grupete de venezolanos estábamos disfrutando un baño en aguas templadas, con un solazo que se reflejaba en todas partes. El oleaje era muy suave y la playa era poco profunda, por lo que la única preocupación era tener que regresar a tiempo (siempre hay el miedo de que se haga la hora y el barco se vaya sin nosotros).
¡Mochilear Guadalupe en bus siempre estará en el top de mis anécdotas de viajes a partir de este momento!
Gabriel Balbàs