Con este artículo pretendo compartir la otra Venezuela que me encontré este sábado 14 de marzo en Caracas, Venezuela y el alerta que se me ha creado producto del
COVID-19.
Como muchos sábados, salí al mercado a comprar algunas cosas para la semana. La primera impresión que me llevé, fue ver a casi todo el mundo usando mascarillas, por lo que por un momento me sentí en China, donde su uso es habitual.
Al llegar al pescadero me sorprendieron dos grandes realidades: una la “rolo e cola” nunca vista en este proveedor y luego el brutal incremento de precios, en comparación con la semana anterior.
10$ el kg de pargo, por ejemplo, me dijeron, a lo que tuve que preguntar como si estuviera en Aruba, “¿aceptan bolívares?”. Por el pargo sí, por el salmón no, sin que yo le haya preguntado por éste último.
Con esta breve salida de tan solo una hora entendí, que de aquí en adelante, y hasta nuevo aviso, valga decir hasta que consigan la cura contra el coronavirus, nuestras vidas como las conocemos dejaron de existir.
Por ahora, me quedan muchas incógnitas por delante: ¿nuestros hijos perderán el año escolar? Si las fabricas están cerrando, ¿hasta cuando tendremos acceso a la comida? Si la industria farmacéutica no puede producir, ¿qué tanto inventario queda en el mundo, no en Venezuela, para otras patologías (tensión, artritis, diabetes, etc.).
En fin, sin ánimo de alarmar, pues se nos ha dicho suficientemente que el coronavirus sólo mata al 2% de las personas infectadas y que el 80% de quienes la sufren sólo sentirán los síntomas de una gripe, no deja de preocupar los efectos colaterales que esta declarada pandemia está teniendo en la humanidad.
De momento, sólo nos queda cuidarnos y tomar todas las medidas necesarias para prevenir el contagio, sobre todo en los seres más vulnerables de nuestro entorno: los familiares mayores de 80 años, valga decir, nuestros padres y nuestros abuelos.
Dios nos proteja.
Emilio Materán