Por: David Uzcátegui
El hecho de que para el año que viene tengamos que enfrentarnos a la ineludible cita de elegir un nuevo presidente, hace sentir a muchos que podemos comenzar a reimaginar nuestros destinos como colectividad y a plantear lo que podría ser mejor para nosotros, según el punto de vista de cada quien.
Los tiempos políticos que vive actualmente Venezuela han llevado a abrir una discusión apasionada sobre el destino que debería esperar a nuestra principal y más valiosa industria, la petrolera.
Sí, la misma con la que se construyó la riqueza y la prosperidad de muchas décadas, la que nos dejó progreso, bienestar, infraestructura y educación.
Ciertamente, urge hablar a fondo sobre cuál será el destino de la bien llamada gallina de los huevos de oro de nuestro país. Nos pertenece a todos los venezolanos, somos todos accionistas de ella. A todos nos afecta para bien o para mal su desempeño, en tanto y en cuanto le vaya bien o mal.
Lo interesante, es que hay unas cuantas voces que claman por la privatización urgente y total de nuestra Petróleos de Venezuela, S.A.
Pareciera que esta actitud es un querer curarse en salud ante el pronunciado declive que ha mostrado dicha organización en la pasada década, donde no ha estado a la altura de lo que los venezolanos esperaban de ella y parece encontrarse en este sentido en un callejón sin salida.
Pues, a contrapelo de lo que dice ese grupo, afirmamos categóricamente que estamos en contra de la privatización. PDVSA debe seguir siendo del Estado venezolano, y por consecuencia, de todos nosotros.
Evidentemente, muchos nos preguntarán en qué argumentos basamos nuestros puntos de vista. Y aquí vamos.
Hace tres décadas, surgieron voces que abogaban por la privatización urgente de PDVSA, nuestra otrora gigante estatal petrolera del país. Argumentaban que el petróleo como fuente de energía se volvería obsoleto en pocos años y que era imperativo vender nuestras reservas antes de que quedáramos con petróleo sin mercado.
Hoy, en retrospectiva, es evidente que esta era una premisa equivocada y que la privatización de la industria petrolera de Venezuela no es la solución.
Es importante recordar que aquellos expertos que clamaban por la venta de PDVSA eran los mismos que, en su momento, manejaban la industria petrolera y tomaron decisiones que pusieron en riesgo la estabilidad de la economía venezolana.
Ignoraron las cuotas máximas de producción impuestas por la OPEP con el pretexto de conquistar nuevos mercados, lo que resultó en una sobreoferta de petróleo y un drástico desplome en los precios, llegando incluso a menos de $8 por barril.
Este colapso de precios fue un movimiento estratégico para allanar el camino hacia la privatización, ya que se crearon las condiciones de venta a las grandes transnacionales que representaban y siguen representando un interés en la industria petrolera venezolana.
La sobreoferta de petróleo en el mercado internacional obstaculizó durante años cualquier recuperación en los precios del barril.
La solución era simple desde el principio: respetar las cuotas de producción asignadas por la OPEP. De haberlo hecho, el precio del barril se habría recuperado rápidamente, y los ingresos de Venezuela se habrían incrementado exponencialmente.
La falta de cumplimiento de estas cuotas fue, en gran medida, la razón detrás de la merma en los ingresos petroleros, lo cual fue un factor crucial en el deseo de cambio que surgió en el pueblo venezolano en las últimas décadas. Deseo que, en buena medida, nos condujo a la situación actual del país.
Sin embargo, uno de los pocos aspectos inteligentes que se llevó a cabo cuando este proceso de cambio se inició fue la comprensión de que Venezuela debía volver a trabajar en conjunto con la OPEP y reducir su producción.
Este simple ajuste tuvo un impacto inmediato en el mercado petrolero. Los países miembros de la organización decidieron retirar cerca de 2 millones de barriles por día del mercado.
A Venezuela le correspondió un recorte de apenas 125.000 barriles por día, a pesar de que producíamos casi 3 millones en ese momento. El resultado fue que el precio del crudo se elevó de $7.5 a $25 por barril en 1999, triplicando los ingresos del país.
La lección aquí es clara: privatizar la industria petrolera de Venezuela sería un error monumental. No solo la historia nos muestra que esto conduciría a la pérdida de control sobre uno de los recursos más valiosos del país, sino que también revela que la estabilidad y el bienestar de Venezuela pueden ser asegurados manteniendo la industria bajo control estatal y trabajando de manera colaborativa con la OPEP.
Privatizar sería vender el futuro del país a corto plazo, en lugar de invertir en el desarrollo sostenible y en la prosperidad a largo plazo de Venezuela, que es nuestra tarea urgente e ineludible.