Diera la impresión de que en no pocos aspectos, el señor Maduro quisiera parecerse al nica Daniel Ortega. Pero no al primer Ortega que encabezó la revolución sandinista, sino al segundo que dirige el despotismo habilidoso o pragmático que viene estableciéndose en Nicaragua desde el 2007.
Este Ortega mantiene un discurso de tronío radicaloso, pero ha sabido urdir un enjambre de intereses con buena parte del sector empresarial. De hecho, el propio sandinismo oficialista es una mezcolanza de política y mercantilismo, en las peores usanzas de las satrapías históricas.
Ortega y compañía le sacan punta afilada al Alba, sobre todo por medio del «holding» Albanisa, pero no se les ocurre apartar a Nicaragua del Cafta o el tratado de libre comercio con Estados Unidos.
En los años 80, Ortega y el FSLN se enfrentaron visceralmente a la Iglesia Católica representada por el cardenal Obando y Bravo. Pero en estos años, Ortega se ha esmerado en cultivar esas relaciones y en darles una proyección política.
Y en la dimensión de lo político-estatal el segundo Ortega ha ido desmontando las incipientes instituciones democráticas, y aunque guardando ciertas apariencias y formalidades, ha logrado erigir un régimen que le facilite el continuismo y el poder sin enojosos contrapesos.
Pero eso sí, con elecciones periódicas cada vez más turbias que, sin embargo, no dañan mucho la imagen internacional porque el caudal oficialista tiende a imponerse dada la fragmentación opositora. Y si el primer Ortega tuvo el mérito de unir a todos sus opositores, el presente ha tenido la destreza de estimular sus diferencias.
Cierto que las comparaciones entre realidades tan diversas como la nicaragüense y la venezolana suelen ser riesgosas, pero las irradiaciones del veterano Daniel Ortega sí parecen llegar a Miraflores y marcar algunos aspectos del desenvolvimiento de Maduro. Y al respecto sería conveniente el no perder las perspectivas, creyendo que se trata de una «mejoría» o «avance» en el camino de una gobernanza más equilibrada y razonable.
Maduro busca afianzar una hegemonía roja sin el hegemón fundador. Tiene que ser diferente porque no cuenta con el poder personal del predecesor. Y el «modelo» de Ortega II puede ser muy útil al respecto.
Pero esos efluvios no van en la dirección de la democracia sino en la adaptación más o menos pragmática de un dominio hegemónico.
Fernando Luis Egaña