No se puede negar que estar preso por razones políticas tiene su recompensa, o por lo menos, históricamente las ha tenido. Desde los tiempos de Juan Vicente Gómez y Pérez Jiménez, los presos políticos y exiliados han jugado un papel preponderante en la historia y en el imaginario popular. Venezuela es rica de personajes genuinos, marginados por sus ideales y por su férrea oposición, valientes hombres quienes sus convicciones los llevaron a enfrentarse a tiranos desmedidos y luego de sus reales tormentos en cárceles inhumanas, algunos con grillos en sus pies, como Andrés Eloy Blanco, José Rafael Pocaterra, y otros desterrados de su patria como Miguel Otero Silva, Rómulo Betancourt, entre otros, pudieron consolidar sus ideales y convertirse en figuras claves de nuestra historia. Sus historias fueron mediáticas en su momento, obviamente, en el contexto vivido y con el nivel tecnológico, pero no fueron un show. El tormento vivido fue real, su lucha, sus torturas, su convicción de forjar para ellos, los suyos y su país una tierra libre.
Cuando Hugo Chávez purgó su mini condena light (dos años), con comodidades y derechos, aprovechó hábilmente para convertir aquella caricatura de condena por sus crímenes (más de veinte personas muertas en su golpe de estado) en una oportunidad de convertirse en héroe, de impulsar el ideal de mártir de la democracia corrupta y así lograr sembrarse en el corazón de los menos favorecidos como una suerte de Zorro, de ese héroe popular que levanta su voz y sus armas por el pueblo. La jugarreta le funcionó aunque jamás tuvo grilletes que le rompieran los tobillos como le sucediera a José Rafael Pocaterra y tantos reos de La Rotunda, aunque sus noches no estaban embriagadas por el hedor a sangre y heces fecales que describía el insigne escritor venezolano, Chávez forjó una leyenda de sufrimiento y de calvario tras su estadía cómoda en prisión y de ahí ascendió a Miraflores a forjar una de las más grandes mentiras de la historia.
Ser preso político, o un preso emblemático, no significa un éxito posterior, como muchos en la actualidad lo interpretan. Ciertamente Henrique Capriles pasó a convertirse de un líder local a uno nacional tras su estancia en prisión, salvando las distancias de todo lo vivido en épocas anteriores por otros personajes, y más en la actualidad Leopoldo López y Ledesma se han convertido en símbolos de resistencia al régimen oficialista, sea que hicieron un cálculo político o no, como se murmura en el caso López. Los cierto es que con sus defectos y virtudes se han convertido en las caras visibles de los abusos de un gobierno que monopoliza el poder, de un presidente que no calla el hecho de manejar la justicia a su antojo y de ser juez y garante que esa “justicia” roja se haga respetar. Sus casos son mundialmente famosos y el hecho de haber enfrentado cara a cara la injustica bolivariana se convierte en un plus para aplaudir su valentía y el drama que viven junto a sus familias al ser condenados siendo inocentes.
El problema es que en el circo que se vive en Venezuela todos los payasos quieren su minuto en el escenario. Algunos personajes nefastos, como dice el viejo refrán, quieren pescar en río revuelto. Es notoria la atención que se le ha dedicado a los presos políticos venezolanos, y en el caso de Leopoldo, no se sabe cual cargo, o en qué momento, pero ciertamente se ha ganado, como lo hiciera Chávez, el mote de mártir y el derecho por su sacrificio para ocupar un sitial importante en la historia y en la dinámica de hipotéticos escenarios de cambio político en Venezuela. El problema es que estamos plagados de oportunistas quienes no pierden oportunidad para intentar ganar un poco, y en el caso de Manuel Rosales, a mes y medio de las cruciales elecciones de diciembre, parece una jugada muy descarada su retorno luego de años de silencio y cómoda estadía fuera del país.
¿A qué viene Rosales? Creo es evidente para todos en la oposición, y en el país, que no hablamos de uno de los más sacrificados por nuestra historia, por el contrario hablamos de esos personajes oscuros, el típico político adeco de viejas generaciones culpables con su corrupción y politiquería de heredarnos este calvario llamado revolución. Aunque me tiene sin cuidado sus gestiones, como las de su esposa, tiene ese tufo a político rancio, zorro viejo, oportunista, quién no pierde la oportunidad de mostrarse como hombre preocupado por el pueblo, pero sus hechos distan de ser catalogados de esa manera. Rosales no vino por que sí, no lo hizo en 2012 cuando Capriles recorría el país quedando más flaco de lo que es, sudando e intentando borrar la mentira de la leyenda de Chávez —¡y bien cerca que estuvo de lograrlo! — y la del heredero, Nicolás, a quién insisto venció en franca lid. Rosales no volvió en tantas batallas pasadas donde se necesitaba liderazgo, voces críticas, no lo hizo el año pasado durante las protestas de calle que acarrearon la detención de Leopoldo. No, Manuel Rosales lo hace, justo, cuando ve más debilitado al gobierno por la severa crisis que han causado y cuando se avecinan unas importantes elecciones que pudieran, quiméricamente hablando, otorgar un triunfo importante desde el aspecto estratégico y anímico, si se reúnen ciertas condiciones que ya he nombrado anteriormente, para la oposición.
Rosales se sintió olvidado, falto de pantalla, de cámaras. Se comparó con Leopoldo y Ledesma y se le activó la chispa oportunista. En su plan estaba regresar, mucho ruido, ir preso, que su partido hundido en el olvido exija respeto a su integridad, que su esposa lo visite y emule, lejanamente, a Lilian para también levantar cabeza en su carrera política. Video grabado antes del retorno, fotos con el pasaje, show en la llegada al aeropuerto. Cámaras, acción, la payasada apenas comienza. ¿Cuánto vale el show?
Fernando Pinilla