Confieso que me senté a escribir sobre la inseguridad y terminé tratando el tema de mi ciudad, Los Teques, ¡Serendipia! Por algo será.
Desde muy niño se creó en mí un sentido de unidad con el entorno del cual siempre me costó desprenderme. Mi familia, mis amigos, mi ciudad, mi frio, mi neblina, y todo junto. Pero ya nada es lo mismo porque es imposible mantenerlo en unidad, pues, aunque existe, se disoció.
En 2007 empezaron los cambios con la llegada del Metro Los Teques, con el cual podíamos dormir una o dos horas más al evitar aquellas súper colas de los Yuruany, pero la densidad poblacional creció desproporcionadamente y el malandraje se apoderó de nuestras calles. Aquello de caminar de noche desde El Sorocaima al Llano, o desde la Golden Cup a comprar curda en La Matica, se acabó.
A un ritmo todavía más acelerado que el del país, el Municipio Guaicaipuro se fue destruyendo a un punto que hasta el frio dejó de ser frio. Algo así como la sal que ya no sala, el azúcar que ya no endulza y la mantequilla que ya no se derrite. El chavismo es un cáncer capaz de devorarse todo a su paso.
Nuestra identidad desvanecía al ritmo de cada arrebatón en el centro, de un nuevo tarantín en La Hoyada, de montarse chorreado en el autobús, de niños que lanzan basura en la calle sin reprensión de sus padres, de huecos que nunca taparon, de paredes que nunca pintaron, del pumpumpum que no eran triquitraquis, del corazón acelerado cuando suena una moto, y de un sinfín de problemas locales que, sumados a la crisis nacional, nos fueron restando calidad de vida progresiva y rápidamente.
El resultado es un abandono general de la ciudad. No solo por los cientos de migrantes, que los carros están parados por falta de repuestos y que el trabajo se consigue en otros lugares, sino también porque nadie quiere estar aquí. Los Teques está desolado.
Carlos Arencibia